“El arte por el arte significa siempre
 un arte sometido, que rehúye al 
peligro y busca el calor de los aplausos”
Aldo Pellegrini

 

De unos años para acá empecé a entender el oficio de contar historias de otra manera, supongo que, así como un joven entiende las relaciones interpersonales de una forma distinta a como irá transformando esas interpretaciones a medida que vayan pasando los años y viva encuentros y desencuentros, lo mismo sucede con la labor artística. Me atreví a contar cuentos por primera vez, siendo más o menos consiente de lo que pretendía hacer, cuando estaba por cumplir dieciocho años; puede sonar sorprendente o incluso tierno para narradores de países como Argentina o España, incluso de México o Chile (a pesar de que en años recientes ha venido creciendo un movimiento de narradores jóvenes), pero siendo de Colombia es más que natural encontrarse con la narración oral en edad universitaria y en un contexto como el descrito por Carolina Rueda en su artículo publicado en esta misma web.

Transitar por varios espacios, ciudades y países, conocer cuenteros de larga trayectoria y compartir camerino y hasta habitación con ellos fue un detonante de reflexiones que con el pasar del tiempo se han ido estructurando, formulando más preguntas que respuestas, evidentemente, pero sembrando posturas en mi hacer. En relación con la frase usada como epígrafe de este artículo, uno de los aspectos que ahora defiendo con vehemencia es la importancia de estar parado en un escenario y el poder del discurso; como narradores tenemos el privilegio de estar frente a muchas personas y es entonces cuando nuestra voz cobra un valor político en la sociedad. 

No se trata, pues, de convertir la escena en un fortín de discursos contestatarios o de transformarnos en pasquines ambulantes que andan lanzando arengas por el mundo. En cambio, entendiéndonos como trabajadores de la palabra, deberíamos tener conciencia absoluta del discurso que portamos y lo que transmitimos en el escenario. Muchas veces se cuenta algún cuento porque nos gusta, porque somos seguidores del autor o –peor aún- porque “con ese cuento me va muy bien, a la gente le gusta mucho”, es decir: por el aplauso y el like ¿Qué hay detrás? ¿Cuál es el subtexto de la historia? ¿Qué estoy comunicando? ¿Qué impresión estoy dejando en el espectador? ¿Estoy yendo más allá o me estoy quedando en la superficie?

Los cuenteros universitarios vivimos etapas que pueden ser más o menos comunes: primero contamos cuentos que vimos en otros cuenteros y nos gustan, después nos atrevemos a contar otras historias y, por lo general, construimos ese primer repertorio a partir de historias de tradición oral o vivencias propias que resultan en relatos de amor ingenuo, por dar un ejemplo. No está mal, es un proceso que, al menos yo, he podido percibir a través de los años, evaluando mi experiencia a la par que observo constantemente a los narradores jóvenes que van apareciendo y recorriendo los espacios universitarios. Con esto no estoy diciendo que es la regla y que no hay rigurosidad, digo que es el discurso de un ser humano joven que está empezando a reconocer un oficio y, en la mayoría de los casos, se esfuerza por hacerlo bien y funciona.

 

I

Hace un par de semanas, asistí como público a la gala final del Festival Universitario de Narración Oral ASCUN 2019, un concurso de cuenteros organizado por la asociación colombiana de universidades y que cada año tiene sede en una ciudad distinta del país. Me encontré con varias propuestas, algunas repetidas y otras donde se evidencia una búsqueda creativa, todas llenas de convicción, trabajo duro y amor por este oficio. Me sorprendí al ver a David Zuluaga, un narrador, cuyo trabajo había visto en varias ocasiones, tomar un riesgo muy loable: contó una versión de “La sobrinita piedad”*, una historia en la que un sacerdote abusa en repetidas ocasiones de su pequeña sobrina. No aplaudí la propuesta por su contenido fuerte y mordaz, sino porque vi a un narrador joven que tenía que decir algo, que usó un cuento que describe situaciones abominables para denunciar algo con lo que no está de acuerdo, que pudo haber contado un cuento amable o “lindo” porque era un concurso y, sin embargo, prefirió tomar el riesgo de incomodar al público y al jurado. De forma intuitiva, sin abandonar el cuidado estético de la historia ni la idea de contar un cuento muy bien contado, fue más allá y quiso decir algo que pensaba. Cabe mencionar que ocupó el segundo lugar en el festival.

 

II

Este año fui uno de los invitados al 19° Festival Internacional de Cuentería Entre Cuentos y Flores en Medellín. La narratón de apertura se hace en el Teatro Lido, un espacio que pasó de ser una sala de cine a convertirse en un teatro público con capacidad para albergar a más de mil personas. El festival es un evento de ciudad que convoca mucho público, especialmente en esta tarde inaugural que es con entrada libre. Tenía dos opciones para contar durante los quince minutos que me habían concedido para hacer mi intervención; una, el “(A)Cuento”, que siempre viene bien y es visto como un ejercicio creativo y de cierta destreza discursiva, la otra, un cuento que habría contado unas cuatro veces en los últimos 5 años, que no recordaba en detalle y que, en  resumen, no sabía cómo iba a salir. Pues, casi de forma irresponsable, me decidí por el último, una versión de “El diablo y su abuela”, una historia de tradición oral en la que tres soldados quieren huir de la milicia y el diablo les ayuda; sentí la necesidad de hacerlo sólo porque sabía que iba a poder hacer algún chiste o adaptar alguna imagen de la historia original para recordarle a toda la gente que estuviera en el teatro que al parecer, una vez más, el ejército colombiano estaba asesinando civiles**. Insisto, sin usar la escena como una plataforma para un discurso incendiario, en cambio usando una historia como vehículo para poder decir algo que para mí era muy importante. 

 

III

Freddy Ayala, además de ser un amigo muy cercano, es uno de mis narradores favoritos en el mundo, y no puedo escribir este artículo sin hablar de una de sus obras más emblemáticas: “El perro y la laguna”. En un tono de humor desbordante, narra la historia de un estudiante universitario que tiene que hacer su tesis de grado y debe ir a un barrio periférico llamado La Belleza (irónico nombre para una de las zonas más vulnerables de Bogotá), allí descubre que hay unos hombres de corbata que le roban la memoria a los habitantes de la comunidad y el público se hace cómplice de la lucha vertiginosa por recuperarla. En palabras de Freddy, la obra le ha permitido “hacer una crítica poderosa y subversiva de la realidad”, evidenciando la crisis a la que se enfrenta la gente que parece olvidada por el estado (drogadicción, abandono, violencia sexual, miseria, etc.) y se vale de una historia vivida para “reelaborar una visión ética y estética sobre el entorno social”. El perro resulta ser el personaje abandonado y relegado, frente a la idea de la laguna como esa ausencia de memoria que persiste en la realidad. Desde su posición de docente universitario, también se permite hacer mofa de la academia y expresar su inconformismo al sentir que la posición de esta frente a la realidad parece distante. Una obra desopilante y conmovedora que tiene un trasfondo humanista y crítico muy poderoso.

 

Lo aquí presentado son sólo algunos ejemplos, más cercanos a mí, apoyando la premisa de no hablar de lo que no conozco a profundidad, pero que me permiten evidenciar el poder del discurso, de la palabra, de la escena como agente transformador en la sociedad. Con esto no afirmo que nuestra misión como cuenteros sea cambiar el mundo porque no sucederá; sin embargo, si una historia, un personaje, una imagen, una descripción o un gag son lo suficientemente contundentes para inquietar y desbalancear el universo preexistente en el imaginario de un solo espectador, habrá valido la pena arriesgarse un poco más.

 

 Darwin Caballero

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Referencias

*ARROYAVE, Claudia. Mientras dios descansa. Medellín: Fondo Editorial EAFIT, (2007)

** Ver noticia en NYTimes

 

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 74 de AEDA – Censura