No recuerdo en qué emisora de radio escuché o en qué periódico leí una anécdota sobre la infancia de Steven Spielberg. Le preguntaban de dónde salía toda la imaginación que llenaba su cabeza y que después plasmaba en sus películas. El director sencillamente contestó que su madre le contó muchos cuentos en su niñez.

Del resto de la entrevista no recuerdo nada, solo se quedó en mi memoria este dato como bolita amarilla del film Del revés.

Con el tiempo, cada vez que acudía a un encuentro de autor o a una conferencia de algún escritor o escritora, en el turno de preguntas, yo a menudo levantaba la mano. Mi interés siempre era el mismo: ¿te contaron cuentos de pequeño? ¿Ha influido este hecho de alguna manera en tu obra o en tus personajes?

Hacía trampa, lo sé y lo admito. Quería la respuesta, por supuesto, pero mi verdadera intención era que hablaran del cuento y lo pusieran en valor. Muchas, muchas veces lo conseguí y con verdadero deleite escuchaba en boca de novelistas elogios y bondades de los cuentos.

Esto era lo que en un principio quería plasmar en este boletín, que escritores y escritoras hablaran de esa contribución que el cuento popular había hecho en sus obras y en el desarrollo de su profesión. Pero…

Pero la vida doméstica me llevó por otro camino, os lo cuento.

Una mañana fui a la Carnicería Giner, la de mi barrio, y allí, charlando con Vicente, el carnicero, le hablé de este tema que tenía entre manos. Sin pensarlo dos veces él me dijo que su madre le había contado muchísimos cuentos y que, por eso, él tenía una parte muy creativa en su trabajo. Antes mi esbozo de sonrisa y mis ojos atónitos añadió que, además de elaborar chorizos, longanizas, pelotas, morcón…, a la manera tradicional, dejaba volar su imaginación (que era mucha) y experimentaba. Sus palabras exactas fueron “cuando me viene la inspiración me voy a la parte de atrás y creo nuevos productos: sobrasada de dátiles con almendras, fuet de setas, longaniza de plancton”.

Esta conversación me dejó pensativa durante mucho tiempo (bueno, no tanto, cuatro o cinco días). Empecé a mirar a mi alrededor de otra forma, me pregunté qué personas de a pie, anónimas y con trabajos no relacionados con la cultura o la creación artística, habían desarrollado su profesión de una forma diferente o con matices gracias a que escucharon cuentos en su niñez.

Miré a mi círculo más cercano y ahí encontré a mi hermana mayor. Ella había escuchado las mismas historias que mi madre nos contó cuando éramos pequeñas (y que sigue contando a nietos y biznietos). Desde hace más de 25 años es esteticista, y su creatividad e imaginación ha buscado un hueco entre maquillajes, diseños de fiesta y la manera con la que se comunica con sus clientes. Es fantástico ver cómo un mismo acto, realizado en la misma casa, a la misma vez y con la misma voz, tiene formas de manifestarse tan diferentes. Nos lo cuenta en el artículo títulado: "Los cuentos y el maquillaje".

Luego, cada vez que hablaba con alguien, escudriñaba la conversación por si podría aportar su experiencia a este boletín.

Belén Reig es trabajadora social y su aportación me fascina. Día a día está en contacto con esos personajes tan comunes en los cuentos populares: el forastero. Los diálogos que tenemos semanalmente en la mentoría que empezamos hace unos meses nos han llevado a reflexiones muy interesantes y al origen de su artículo:"De forasteros a inmigrantes". 

Preguntando sin parar una mano se alzó voluntaria en un grupo de wasap. Era Begoña Valero, Doctora en Medicina que también ha publicado dos novelas. ¿Serían las pócimas mágicas de los cuentos el detonante de una elección académica? ¿Qué resortes invisibles se moverían en el imaginario de la niña que escuchaba esos relatos? Sobre eso va su texto: "Si te hablan de pócimas mágicas".

También está la perspectiva de la escritora Inma Chacón. Como veréis en esta entrevista que hemos realizado vía Skype, sus otras profesiones también estuvieron impregnadas de los beneficios de escuchar cuentos.

Quise entrevistar a Vicente Giner, el carnicero más dicharachero del Raval Roig, mi barrio, pero desde que empezó el confinamiento solo tiene tiempo para trabajar en el obrador y llenar los mostradores de comida para que al vecindario no le falte de nada. Queda pendiente este encuentro.

Me llama la atención que este acto maternal y doméstico, a pesar de la gran influencia que tiene en quien lo recibe (en el presente y en el futuro, en el ámbito personal y en el profesional), pasa casi siempre desapercibido. 

Excepto Inma Chacón, el resto de mujeres que han colaborado en este boletín (y otras con las que también hablé, pero que han quedado pendientes de una segunda parte) nunca antes habían relacionado que le hubieran contado cuentos con esa “particular” habilidad y destreza para desempeñar su oficio de forma diferente. Empezaron a reflexionar tras nuestras conversaciones y sorprendidas comenzaban a decir: “Ah, pues puede ser”, “Nunca lo había visto de esa forma”, “No me había parado a pensar en eso”,”Pues ahora que lo dices…”.

Nosotras, nosotros, lo tenemos claro, mucha otra gente también, por supuesto, pero es muy corriente ver que el mérito que se merecen los cuentos pasa de puntillas.

Desde hace años reivindico lo doméstico en mis espectáculos. Esos pequeños actos cotidianos que suman valor a otros sin darnos cuenta, sin prestar atención. Este boletín pretende ser una acción más en esa dirección. Es un homenaje a mi madre (a todas las madres que han contado y cuentan historias) y a una frase que ella ha repetido cada vez que yo quería indagar sobre dónde, cuándo o por qué nos regalaba ese tesoro: “Nena, yo qué sé, yo solo contaba”.

Espero que lo disfrutéis.

 

El Boletín n.º 82 de AEDA ha sido coordinado por Raquel López