Cualquier actividad humana requiere de un ámbito bien sea privado o público donde desarrollarse. La esfera privada potencia la intimidad, un espacio donde se despliega la expresión de lo propio sin cautelas. En la actualidad, el concepto de privacidad está moviéndose a tenor del nuevo paisaje de espacios virtuales: unos lugares donde millones de personas airean ante incalculables destinatarios, y con aparente ausencia de pudor, sus movimientos y sentimientos. En un panorama de estas características, a juicio de muchos, la intimidad es un bien personal que se devalúa por momentos y que, sin embargo, continúa considerándose insustituible para acercarse a uno mismo, a los demás y a todo proceso creador, pues no es posible vivir algo íntimamente si desde el primer momento se está pensando en comunicarlo. Este hecho altera en profundidad cualquier experiencia, y de algún modo la manipula, falseando el resultado desde su base. Existe, pues, un momento del proceso creador que es íntimo, durante la incubación de las ideas, en el que se requiere silencio y calor –concentración de la energía– y no aire: eso vendrá después. La semilla tiene su tiempo de germinación bajo tierra, y exponerla a la luz del día en esos momentos sería matarla.
Para el narrador oral, además, se descubre otro aspecto de la intimidad referido a la confección del repertorio: elegir hasta dónde se quiere contar lo personal y cuáles son los sucesos de la propia biografía que se desean compartir con el público. Generalmente, la distancia de lo íntimo suele protegerse por medio del humor y las alteraciones más o menos acusadas de la verdad de los hechos. Asimismo, a veces, el narrador se atribuye el protagonismo de los sucesos narrados con el fin de establecer complicidad con los oyentes o dar apariencia de verosimilitud. En cualquier caso, la realidad y la ficción se entremezclan formando un velo de protección sobre la vida privada del cuentista.
Por último, durante el acto mismo de narrar se produce otro tipo de intimidad muy profunda que, sin embargo, no tiene necesidad de salvaguardarse porque no está en relación directa con lo que se cuenta, sino con la disposición del cómo se cuenta. Nos referimos al espacio-tiempo íntimo que se despliega entre el o la cuentista y los espectadores, que emana de una confianza mutua y que propicia un acto personal, y de resultas colectivo, de abandono en los brazos –léase en las palabras– de la historia. Esta experiencia comunicativa no obliga a ningún tipo de «destape» emocional, sino que más bien permite un tiempo donde la respiración se acompasa y la trama vibra en el cuerpo de la audiencia. Esta es la intimidad que valora el público, aunque no sepa darle nombre, y la que alimenta al cuentista. Son unos momentos vividos en un intenso presente que solo se producen cuando el hecho artístico es sincero y el narrador, honesto en sus motivaciones, quiere, necesita contar algo verdaderamente.