En mi primer año de carrera hacía el recorrido Castellón - Valencia ida y vuelta cada día. Me levantaba antes de las 6 de la mañana, mi padre nos llevaba en coche a la estación a mi hermana y a mí y entonces cogíamos el tren hasta la estación de El Cabanyal. Una vez allí todavía nos esperaba el 81, el autobús que recorría y todavía recorre, toda la avenida de Blasco Ibáñez para dejarnos en la facultad de historia antes de las 8 de la mañana.
El madrugón era terrible y el tren uno de aquellos civis con pocas paradas que atravesaba La Plana casi en silencio. Porque aunque cada día nos encontrábamos prácticamente las mismas caras y nos sentábamos en los mismos sitios, no estaban los ánimos para mucha conversación. Hay gente que hasta que no sale el sol y se ha tomado un buen café, no es persona. Yo no tomo café y puedo ponerme a hablar ya en pijama, pero la salida del sol, eso sí, eso siempre me ha impresionado. Y ya que estábamos despiertos, pues ver salir el sol desde el asiento del cercanías, era un espectáculo que casi que me compensaba por levantarme pronto y el vagón en silencio.
Aquel primer otoño había empezado a leer El Señor de los Anillos. Y estaba tan enganchada y me gustaba tanto que leía en todas partes y a todas horas. También en el tren. Entonces me pasó que cuando iba leyendo concentrada y en algún momento alzaba la vista y miraba el paisaje, lo veía todo de una forma nueva, distinta. Y os prometo que empecé a mirar las montañas de Almenara, que es uno de los pueblos del camino, como nunca las había visto. Como si las viese por primera vez, como si aquel paisaje se hubiese impregnado un poco de la magia del libro. Y me di cuenta de que aunque siempre había pensado que la Tierra Media, si estaba en algún lugar, era en los bosques escandinavos, caí en la cuenta, quizás por primera vez, de que yo también vivía en un país maravilloso, en un país de castillos.
Años después, cuando ya era docente de historia medieval en la universidad de mi ciudad, y también narradora, volví a pensar detenidamente en los castillos y en su significado. Los años de estudio y los libros de historia casi habían conseguido borrar aquella sensación medio mágica que había tenido en el cercanías. Y es que el estudio del pasado es una ciencia, humana, pero una ciencia al fin y al cabo, rigurosa y objetiva (o que al menos tiende la objetividad) y que se propone la comprensión de las sociedades humanas pasadas a través de evidencias documentales y materiales. Y eso no suena muy mágico, la verdad, aunque nos proporcione un tipo de conocimiento que cargue de significado nuestra mirada, también cuando viajamos en tren y miramos por la ventanilla.
Durante los últimos cursos, uno de los trabajos que he propuesto a mi alumnado es el de realizar una pequeña investigación sobre algún Bien de Interés Cultural de sus localidades. Me había propuesto que los estudiantes conociesen la historia a través de sus propios orígenes y que relacionasen y pusiesen en valor el lugar al que pertenecen. Me sorprendió, en cierta medida, lo poco que sabían los estudiantes sobre sus propios pueblos y a ellos, a su vez, les sorprendió lo poco que se había investigado sobre aquel patrimonio histórico. En muchas ocasiones los alumnos se encontraban con que muchos lugares no habían sido nunca estudiados y que apenas existía alguna publicación local sobre el tema. A veces cundía el desánimo por el estado de abandono y por el poco valor que en general daban las administraciones a estos lugares. Las piedras estaban ahí pero la gente había dejado de apreciar su valor, olvidado su significado.
De todos los trabajos presentados, un importante número de ellos trataba sobre castillos, aunque esta elección no resultó en absoluto casual. Y a pesar de que no tengo datos estadísticos que lo corroboren, podría tratarse de uno de los restos arqueológicos más comunes, al menos en Levante. Ello obedece en primer lugar a una lógica geográfica, en tanto que el antiguo Reino de Valencia es un terreno montañoso, bastante más montañoso de lo que quizás parezca a simple vista. Con esta orografía la fortificación es el sistema defensivo más adecuado, ya que utiliza la elevación de las montañas como defensa natural a la que se le unen algunos de los elementos característicos de la mayoría de las fortificaciones como son los fosos, las murallas o las torres. Tampoco era casual que los estudiantes eligiesen los castillos para sus trabajos si tenemos en cuenta su monumentalidad y la importancia que han jugado en el imaginario colectivo de los pueblos.
Además, los estudiantes descubrieron que las fortificaciones primitivas no tenían siempre un origen medieval, aunque fue en esta época cuando generalmente vivieron su momento de máximo esplendor; en la mayoría de los casos, hay indicios de que muchas de estas fortificaciones son de época íbera, hace aproximadamente unos 3000 años.
Según los datos de los que disponemos, las primeras construcciones fortificadas aparecerían durante el Neolítico, con una función básicamente defensiva y construidas fundamentalmente de adobe y madera. Serían también los oppida que encontraron los romanos en su conquista de Europa y sus propios castra, aquellas fortificaciones que en muchos casos construían de forma provisional durante las campañas militares.
Sin embargo, la época en la que estas fortificaciones se convierten en castillos tal y como los conocemos e imaginamos es durante la Alta Edad Media. En este momento, la historia de la Península Ibérica vive uno de los acontecimientos que marcaría su devenir durante muchos siglos: la irrupción, a partir del año 711, de unos ejércitos provenientes del Norte de África, comandados por unas élites árabes pero en su mayoría de origen bereber. En muy poco tiempo este ejército fue capaz de imponerse a las autoridades del reino visigodo de Toledo, gracias entre otros factores a la propia debilidad de la dinastía visigoda, a su capacidad conquistadora y a una política de pactos con las élites indígenas que permitieron que en gran medida éstas conservasen sus propiedades y poder. A partir de este momento se sentaron las bases de un nuevo estado, Al-Ándalus, que pondría en marcha procesos de islamización y arabización que modificarían profundamente la sociedad de la época.
Así, la primera época relevante para los castillos valencianos es la época de dominación islámica, aproximadamente desde el siglo IX hasta mediados del siglo XIII, cuando el rey Jaime I y sus tropas conquistaron estos territorios para fundar un nuevo reino cristiano, feudal y con capital en Valencia. Estos husun o fortificaciones de época andalusí se extendieron por todo el territorio aprovechando en muchos casos aquellos castra preexistentes que fueron habitados y modificados por los nuevos pobladores. Estas edificaciones recogían una cierta diversidad de formas que en realidad no haría sino reflejar su complejidad. Y aunque la función predominante es claramente la función defensiva, tenemos fortificaciones con un gran patio o albacar, utilizado para albergar a la población del llano o de los alrededores en caso de necesidad, pero de escaso valor residencial. En cambio, existen otras fortificaciones que incluyen un doble recinto amurallado en el que aparece una alcazaba de tipo residencial donde vivirían las autoridades de la época, es decir, un auténtico espacio áulico con el máximo de comodidades posibles. Otra de las funciones que suele pasar más desapercibida es la del castillo como centro articulador de un territorio. El castillo es, en este sentido, la unidad alrededor de la cual se organiza la sociedad que la rodea, ya fuese porque los castellanos eran representantes de una autoridad superior en nombre de la cual cobran unos impuestos, como ocurre durante época califal, o bien porque controlan todo el territorio y el propietario del castillo también lo es de las tierras que lo rodean y de las que recibe unas rentas, tal y como ocurre en época feudal, después de la conquista cristiana.
Entre ambas sociedades, la islámica y la cristiana, observamos un serie de diferencias que también se manifiestan en los elementos formales de las fortificaciones, en los tipos de materiales –los cristianos preferirán construir en piedra– y en la aparición de nuevos espacios como la consabida torre del homenaje. Estas diferencias marcan un profundo cambio que supone una nueva organización del territorio, ya que del poblamiento disperso en alquerías se pasa a un poblamiento concentrado en villas o aldeas, y la aparición de un nuevo sistema económico, político y cultural, el feudalismo, por el que el territorio es administrado por un señor noble, laico o eclesiástico.
Ocurre que aunque el centro del mundo feudal parece ser el castillo, se ha constatado que en muchos casos, las fortalezas islámicas son abandonadas o no se les da el mismo uso en los siglos bajomedievales, siendo el caso que muchos señores ya no encuentran o no necesitan habitar estos castillos y prefieren residir en las ciudades.
A partir de este momento, los castillos pasan por todo tipo de vicisitudes. Algunos continúan durante mucho tiempo ejerciendo su función defensiva o militar, teniendo un papel relevante en diferentes conflictos como la Guerra de Sucesión, Independencia, las Guerras Carlistas o la Guerra Civil y durante mucho tiempo funcionarán como cárceles o cuarteles o ambas cosas a la vez. Otros pasaran a ser almacenes, escuelas e incluso alguna que otra discoteca. La mayoría de ellos serán abandonados progresivamente para luego ser recuperados durante el siglo XX y en menor o mayor medida ser acondicionados al público. Esta recuperación nos ha traído una parte de su antiguo esplendor, en el mejor de los casos, mostrándonos la magnitud del poder y el tipo de sociedad a la que pertenecían.
En los trabajos de grado que he mencionado anteriormente, fue muy común que cada castillo se relacionase en última instancia con una historia o leyenda, que a menudo los estudiantes relataban como una mera anécdota, aunque estas historias en muchos casos habían sobrevivido a la ruina del propio edificio. Y a mí eso me hacía pensar en qué lastima de la ciencia, que deja las leyendas solo para los anexos del final del trabajo. Como docente no podía sino estar de acuerdo y animar este tipo de planteamiento. Por otra parte y pensándolo bien, se dan muchos casos en los que se utiliza la ficción o el relato de una historia concreta para explicar el pasado, como hacía Ginzburg en su obra El queso y los gusanos, o para poner este pasado y este patrimonio en valor, dándole un significado y un lugar en nuestra sociedad actual. El pasado necesita de mecanismos y nuevas estrategias para darse a conocer. Y el castillo, ahora sede de exposiciones y mercadillos, necesita equilibrar y encontrar su lugar en la sociedad actual. Un lugar que incluya y saque partido de su rico pasado y de su fuerte carga simbólica. Un lugar en el que precisamente los cuentos podrían desarrollar un interesante rol por sus propias características y por las confluencias que tiene con este espacio en el ámbito mítico.
En esta encrucijada, entre la historia y las historias, creo que nos queda un interesante camino por recorrer. Subir de nuevo a las montañas, recorrer nuestros castillos y ver el mundo con ojos antiguos y nuevos la vez.
Tania Muñoz Marzá
Este artículo se publicó en el Boletín n.º 49 de AEDA – Una geografía de cuento: de castillos y palacios