Dicen que siempre estamos aprendiendo, y yo añadiría: “si queremos”. Si no es así, poco importa la buena voluntad de quien enseña, el empeño de la vida por hacernos tropezar varias veces con la misma piedra. Lo que me encontré las dos veces que participé como profesora en la Escuela de Verano de AEDA fue profesionales que quieren seguir aprendiendo, que invierten tiempo y dinero en ello y que, por lo tanto, manifiestan un enorme respeto por la trayectoria, el trabajo y las reflexiones de quien, como yo misma, ha tenido la oportunidad de impartir un curso. Esa actitud provoca un sentimiento de reciprocidad, de correspondencia, el agradable peso de la responsabilidad sobre los hombros, como cuando contamos una historia ante un auditorio expectante porque nuestras palabras les van a evocar lugares, personas, situaciones, tan semejantes a las suyas propias y al mismo tiempo tan distantes.
El nuestro es un oficio solitario. Cada narrador o narradora selecciona sus cuentos, los adapta, estructura una sesión y la va conformando en contacto con el público. Pero eso no impide que existan puntos de encuentro entre profesionales y que la experiencia de quien lleva un largo camino andado y pensado, bien pensado, con sus sabores y sinsabores, pueda servir de guía a quien está empezando o a quien quiera profundizar en algún aspecto que otros compañeros o compañeras hayan trabajado de manera especial. Es de agradecer que AEDA favorezca ese encuentro, esa escuela en un sentido amplio, para que existan palabras que no se lleve el viento, sino que guardemos para cuando sean precisas.
En gallego, el verbo “aprender” también se designa para “enseñar”. Un maestro o maestra “aprende” a sus alumnos y alumnas a hacer algo y, a su vez, los alumnos y alumnas “aprenden”. Me parece un acierto de la lengua en la que siento. Sigamos, pues, aprendiendo.
Artículo publicado en el Boletín n.º 76 – Jornada y Escuela AEDA. Un proyecto formativo en torno a la Narración Oral